viernes, 30 de septiembre de 2016

#4 Napoleón hace prisionero al Papa

InfoCatólica

Pío VII, un Papa débil, prisionero de Napoleón Bonaparte (y II)

Alberto Royo Mejía, el 10.09.09 a las 3:26 AM

EPISODIO DOLOROSO COMO POCOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

RODOLFO VARGAS RUBIO

El vuelo del águila siguió ganando altura: el 25 de marzo de 1802, aprovechando la caída de William Pitt, Francia había firmado la paz con la Gran Bretaña en Amiens (consecuencia natural del Tratado de Lunéville). Momentáneamente libre de cuidados respecto a las potencias europeas, y reconciliado con la Iglesia, Bonaparte aprovechó su popularidad para preparar su gran apoteosis. El 19 de mayo del mismo año, creaba la Legión de Honor, condecoración que vino a substituir las antiguas Órdenes del Rey (la del Espíritu Santo y la de San Miguel) y a la Orden Real y Militar de San Luis, suprimidas por la Revolución. El 5 de agosto siguiente, un plebiscito transformaba su consulado decenal en vitalicio. De allí a convertirse en monarca no había más que un paso, pero no lo daría hasta no haber temblar a todas las testas coronadas de Europa abatiendo el principio de legitimidad. En el mejor estilo jacobino, hizo, en efecto, capturar, someter a un simulacro de juicio y ejecutar sumariamente a un príncipe de la sangre: Luis de Borbón, duque de Enghien, hijo del príncipe de Condé, que fue fusilado en las tapias del castillo de Vincennes el 21 de marzo de 1804. Fue el primero de sus grandes errores, pero el hecho es que tres días después, el 28 de marzo, el Senado proclamaba emperador a Bonaparte.

Éste, sin embargo, quería consagrar de alguna manera su monarquía de nuevo cuño y decidió que fuera el Papa quien le ciñese la corona imperial en París. De este modo, Europa no tendría más remedio que reconocer su régimen. En cuanto se conoció el deseo de Napoleón, los miembros del Consejo de Estado –entre los cuales figuraban antiguos jacobinos– le manifestaron sus reservas: temían que el acto de coronación constituyese un triunfo para el Papado; por eso, le querían disuadir de llevarlo a cabo y que se contentara con una ceremonia civil. Pero el Corso conocía muy bien el valor de los símbolos y su poder de fascinación sobre el pueblo y arguyó que una coronación privada de elementos religiosos sería un acto vacío y sin significación. Por otra parte, no había que temer nada del Pontificado Romano: hacía mucho que no eran ya los tiempos de un Gregorio VII, que obligó a todo un Enrique IV a ir a Canossa, o de un Inocencio III, que puso en entredicho a todo el reino de Francia para castigar a Felipe II Augusto.

Cuando Pío VII supo de las intenciones de Napoleón, fue presa de una gran turbación hasta el punto de enfermar seriamente. Convocado el Sacro Colegio, la mayoría de los veinte cardenales consultados por el Papa se mostraron contrarios a que éste accediera. Sería como consagrar aquella misma Revolución que había hecho tanto sufrir a Pío VI. Constituiría un atentado al principio de legitimidad y un insulto a los Borbones. Además, existía ya un emperador: Francisco II, cabeza del Sacro Imperio Romano-Germánico, heredero de los Césares, de Carlomagno, de los Otones, de los Hohensatufen y de los Habsburgo. Y se suponía que el Imperio era uno solo para toda la Cristiandad. Pero, ¿había todavía Cristiandad? Otros purpurados, aun concediendo la posibilidad de la coronación imperial, consideraban que era Napoléon quien tenía que ir a Roma o, al menos, a algún otro lugar del Estado Pontificio, a menos que se considerara a Pío VII como un mero capellán de aquél. El cardenal Consalvi, sin embargo, convenció a todos de que era más sabio condescender y no provocar las iras del hombre que había acumulado tal poder que podía hacer pagar muy caro a la Iglesia una negativa del Romano Pontífice. Pero puso ciertas condiciones para salvar el decoro y sacar algún provecho a favor de la religión.

Napoleón envió al general Caffarelli el 15 de septiembre llevando la invitación oficial al Papa y dándole algunas de las seguridades exigidas por Consalvi. Pío VII partió de Roma el 2 de noviembre, dejando a Consalvi a la cabeza del gobierno de la Santa Sede. El suyo fue un viaje triunfal; por dondequiera que pasó fue recibido con grandes muestras de veneración y entre aclamaciones. Cierto es que el nuevo emperador había dado órdenes que se honrase al Pontífice, ya que su gloria redundaría en la del Imperio que venía a consagrar. Las multitudes, empero, no necesitaban ser espoleadas: se arremolinaban espontáneamente alrededor del carruaje papal para honrar una religión fuertemente radicada en lo profundo de su ser a pesar de las persecución y del intento revolucionario por aniquilarla. El 28 de noviembre llegó el augusto viajero a París, siendo acogido por la flamante corte imperial y las nuevas instituciones del nuevo régimen. La víspera del gran día hubo un incidente inesperado que tuvo que resolverse sobre la marcha. La emperatriz Josefina confesó a Pío VII que sólo estaba unida civilmente a Napoleón. El Papa entonces se negó en redondo a efectuar la coronación imperial a menos que la pareja se casara también canónicamente, a lo cual accedió el Emperador a regañadientes. Su tío materno, el cardenal Fesch, ofició el improvisado matrimonio.

El domingo 2 de diciembre, primero de Adviento, se llevó a cabo en la catedral de Notre-Dame una ceremonia que rememoraba fastos de la Antigüedad, pero que nada tenía que ver con el tradicional sacre royal (consagración regia) de Reims. Éste hacía del monarca un cuasi-sacerdote, vicario de la Iglesia en lo temporal, mientras que el rito de París estaba pensado para la mayor gloria de Napoléon. En la Navidad del año 800, el papa León III había coronado a Carlomagno “por sorpresa” en San Pedro. Ahora, mil años después, era el émulo y sucesor de éste el sorprendería al sucesor de aquél. En el momento culminante, cuando Pío VII se aprestaba a ceñir la cabeza de Napoléon, tomó éste inopinadamente la corona de las manos del Papa y se la puso él mismo sobre sus sienes. Acto seguido, coronó a su esposa, escena inmortalizada por el conocidísimo lienzo de Jacques-Louis David, en la que aparece un resignado Papa esbozando una tímida bendición desde su trono, acompañado del cardenal Caprara, sumido en embarazo.

Pasados los fastos de la coronación y vuelto a las preocupaciones políticas, el Emperador daba largas al Papa respecto a su retorno a Roma. Aduciendo que el paso de los Alpes en invierno era por lo menos una imprudencia, logró que Pío VII permaneciese unos meses en París, alojado espléndidamente en el Pabellón de Flora de las Tullerías. La intención de Napoléon era, desde luego, prolongar indefinidamente su estancia para hacerla servir a sus intereses. Un miembro de la corte imperial sugirió al Pontífice que fijara su residencia en Aviñón, como habían hecho sus predecesores en el siglo XIV. Éste respondió diciendo que no le importaba lo que hicieran con él, pues antes de partir de Roma había dejado instrucciones precisas según las cuales, si se le retenía contra su voluntad, los cardenales debían considerarlo como dimitido a todos los efectos. “Entonces, aseguró, en mí sólo tendréis a un humilde monje llamado Barbaba Chiaramonti, pero nada más”. Ante este argumento, que le fue referido, Napoléon dejó finalmente marchar a Pío VII, que emprendió su regreso a Roma el 4 de abril de 1805. A su llegada le alcanzaron los últimos obsequios del Emperador, entre ellos una magnífica tiara (que aún se conserva en el tesoro vaticano).

El 26 de mayo, el Emperador de los Franceses era coronado en el Duomo de Milán como Rey de Italia con la histórica Corona de Hierro de los Longobardos, que contenía la reliquia de uno de los clavos de la Cruz de Cristo (conservada hoy en la capilla de Teodolinda de la catedral de Monza). En una ceremonia semejante a la de la de París, Napoleón la tomó de manos del cardenal Caprara, el arzobispo ambrosiano, y se la colocó él mismo con estas arrogantes palabras: “Dios me la ha dado y ¡ay de aquél que me la quite!”. El águila imperial remontó nuevamente vuelo y se abatió sobre la Europa, enfrentándose una nueva coalición. Las batallas de Ulm y de Austerlitz, respectivamente en octubre y diciembre de 1805 marcaron la derrota aplastante del Sacro-Imperio y su final efectivo, como consecuencia de la Paz de Presburgo (26 de diciembre). Francisco II hubo de renunciar a su soberanía sobre Alemania y depuso la corona como emperador germánico el 6 de agosto de 1806. Previendo esto y para no ser menos que Napoleón, ya dos años antes se había proclamado emperador de sus estados hereditarios (los de los Habsburgo) con el nombre de Francisco I de Austria. La siguiente potencia en ser doblegada fue Prusia, con las victorias francesas en Jena y Auerstädt (ambas el 14 de octubre de 1806). Rusia, en fin, fue vencida en Eylau (8 de febrero de 1807) y Friedland (14 de junio de 1807), viéndose obligada a aliarse con Francia contra la Gran Bretaña (víctima del bloqueo continental) en virtud del Tratado de Tilsit (7 de julio de 1807).

Napoléon había ocupado en 1806 el Reino de Nápoles, expulsando a los Borbones y poniendo sobre el trono partenopeo a su hermano José. La flota inglesa, sin embargo, era todavía fuerte en el Mediterráneo. Al negarse Pío VII a sumarse al bloqueo continental contra la Gran Bretaña, dejando abiertos a sus barcos el puerto de Civitavecchia y los del Adriático, el emperador francés ordenó al general Miollis que ocupara Roma, en la que entraron sus fuerzas el 2 de febrero de 1808. Mientras tanto, Francia invadía Portugal y de paso se apoderaba del trono español, que dio Napoleón a su hermano José, el cual dejó el trono de Nápoles a Murat, su cuñado. Austria, que se había levantado en armas nuevamente, fue vencida nuevamente en Essling. Desde Viena, el 27 de mayo de 1809 (cinco días después de esa batalla), el que ya era dueño de la situación en toda Europa, decretaba la anexión al Imperio Francés de los Estados de la Iglesia, declarando a Roma ciudad libre imperial y dejándosela al Papa como residencia. Pío VII reaccionó haciendo publicar, el 10 de julio, la bula Quam memorandum de excomunión contra los violadores de los derechos de la Iglesia, redactada por el barnabita Francesco Fontana. Se sucedieron graves desórdenes en la Ciudad Eterna y el general Miollis ordenó la captura del Pontífice, que se llevó a cabo la noche del 6 al 7 de julio, cuando tropas francesas al mando del general Radet invadieron el palacio papal del Quirinal. El papa Chiaramonti no quiso que se derramara la sangre de sus valientes defensores de la Guardia Suiza y se rindió a sus captores. Radet dispuso la salida inmediata de Roma de su augusto prisionero (que tuvo apenas tiempo de coger su breviario), acompañado del cardenal Bartolomeo Pacca, pro-secretario de Estado (en reemplazo del cardenal Consalvi, que se había exiliado en París por exigencia de Napoleón tres años antes).

El viaje fue un verdadero viacrucis para el enfermizo Pío VII, que había superado los 67 años. Al salir de Poggibonsi, cerca de Siena, volcó el carruaje, acabando en medio de aguas pantanosas de las que salieron a duras penas el Papa y su ministro, magullados por el accidente. Más tarde, se detuvieron un tiempo en la Cartuja de Florencia, pero al partir, el cardenal Pacca fue separado de su augusto señor y enviado al Piamonte por una vía distinta. A Pío VII lo llevaron hasta Sarzana donde fue embarcado con rumbo a la Liguria. Llegado que hubo al puerto de San Pier d’Arena en Génova, continuó el viaje por tierra por Alessandria y Turín hasta el Cenisio, donde se reunió con él el cardenal Pacca, para acompañarlo hasta Grenoble. Aquí los dos hombres de Dios volvieron a ser separados: Pacca fue llevado prisionero a la fortaleza de Fenestrelle (donde permaneció hasta 1813), mientras el Pontífice tuvo que seguir una accidentada e incoherente ruta que lo llevó por Valence en el Delfinado (la ciudad donde estuvo cautivo y murió Pío VI), Aviñón y Niza, hasta llegar a Savona a finales de año. Aquí recibió Pío VII las expresiones de fidelidad de la población, permaneciendo hasta 1812.

Napoleón quiso aprovechar el cautiverio del Papa para arrancarle inauditas concesiones que constituían graves atentados a la independencia de la Iglesia del poder civil. Quería, además, que se estableciese su sede en París, haciendo de la capital imperial también la del Catolicismo. Pío VII se resistió a tales pretensiones, a pesar que se le quiso forzar alejando de él a todos los prelados fieles y secuestrando su correspondencia. Napoléon quiso forzar las cosas convocando un concilio en París, al que asistieron 95 entre cardenales y prelados, que, ante su sorpresa, se declararon incompetentes para suplir la autoridad pontificia. El 6 de octubre de 1811, después de tres meses de estériles sesiones, el concilio parisino fue disuelto por un enfurecido emperador. El 27 de mayo de 1812, éste ordenaba, antes de partir para la campaña de Rusia, el traslado del Papa de Savona a Fontainebleau. La travesía de los Alpes casi le costó la vida, llegándosele a administrar la extremaunción y el viático. En el palacio renacentista de Francisco I pasó el resto de su cautividad. Pero en Rusia y en España empezó a cambiar la fortuna del águila rapaz.

El 19 de enero de 1813, Napoléon se entrevistó en Fontainebleau con Pío VII. Lo trató cordialmente, pero logró convencerlo de la necesidad de un nuevo concordato con mayores concesiones a la potestad temporal. Obtuvo la firma papal el 25 de enero y se apresuró a publicar el nuevo acuerdo. El Pontífice fue presa de grandes escrúpulos de conciencia, pero fue confortado y tranquilizado por el cardenal Pacca (al que se había autorizado a reunirse con Pío VII en vistas al concordato), que le aseguró que podía retractarse, lo cual efectivamente hizo en carta a Napoléon (que se hallaba en Alemania) el 14 de marzo siguiente. Los consejeros de éste le insistían para que rompiera definitivamente con Roma como Enrique VIII, pero no quiso hacerles caso. En medio del tira y afloja entre el Papa y el Emperador de los Franceses, ocurrió la derrota de éste en la Batalla de Leipzig, llamada de las Naciones, del 16 al 19 de octubre. Pensando que el prisionero de Fontainebleau atraía sobre él las iras del cielo, ordenó inesperadamente su liberación el 23 de enero de 1814. En marzo el Papa partía de regreso a Roma en un viaje triunfal. Mientras tanto, el 20 de abril, en el mismo palacio que había servido de encierro a Pío VII, su antiguo carcelero firmaba el acta de abdicación de su corona imperial.

El 24 de mayo de 1814, entraba en Roma su anciano y trabajado Obispo, siendo recibido entre lágrimas por su pueblo. En recuerdo de esta fecha instituyó la festividad de Santa María bajo la advocación de Auxilio de los Cristianos. Curiosamente, amparados por la hospitalidad de Pío VII, llegaban con él Letizia Ramolino –Madame Mère– y los napoléonidas, caídos en desgracia y arrastrados por la caída del águila. La matriarca de la dinastía corsa que había ocupado efímeramente los principales tronos de Europa se instaló en el Palazzo Aste (situado en un ángulo de la Plaza Venecia haciendo esquina con la Via del Corso y que hoy se llama también Bonaparte), donde pasó sus últimos años, sobreviviendo a todos sus hijos. El último vuelo de Napoléon, iniciado en marzo de 1815, fue fugaz: duró tan sólo cien días, pero el Papa no quiso correr riesgos y se trasladó a Génova, donde el rey Víctor Manuel I de Cerdeña lo acogió con todos los honores. Vencido Bonaparte definitivamente en Waterloo y exiliado a Santa Elena, Pío VII retornó a Roma el 7 de junio. Poco después enviaba al cardenal Consalvi al Congreso de Viena, pero esto es ya otra historia. Otro recuerdo de la cautividad napoleónica del Papa quedó en la liturgia a través de la segunda festividad de los Siete Dolores de la Santísima Virgen, que se celebra cada 15 de septiembre y es conocida como de los Dolores Gloriosos.

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